¿Cómo fue derrotado Napoleón Bonaparte?

Una mamá yiddish es la famosa canción que resume el amor sin límites de las madres judías hacia su progenie. No tenemos el menor tipo de quejas respecto de dicho amor. La pregunta es sólo la siguiente: ¿Qué hay acerca del papá de esa prole, es decir, del marido de la mamá? Tomemos, por ejemplo, a un ciudadano corriente: Napoleón Bonaparte


Mientras el sol sale sobre los campos de batalla, el emperador ya está inclinado sobre los mapas en el salón de palacio. Los fieles mariscales se amontonan alrededor de él, manteniendo un respetuoso silencio. El Mayor Jefe de Hombres está bosquejando sus planes finales para el decisivo encuentro contra los reyes de Europa. El exilio en Alba no ha dejado su huella en la seguridad del emperador; sólo su cabello se ha hecho más escaso y ha adquirido un tono plateado en las sienes. A la distancia, se oyen algunos cañonazos aislados: el ejército de Blücher avanza hacia el Norte, hacia los campos de Waterloo.
Las cortinas de seda son movidas por la brisa matinal. El mundo aguarda conteniendo la respiración.
–¡Napoleón, tu desayuno está servido!
En la puerta aparece Sara, la tercera esposa del emperador. Una agradable y devota mujer, con el pelo recogido con un pañuelo; en la mano lleva el trapo del polvo. El emperador se casó con ella en Alba. Se dice que procede de una de las mejores familias judías de la isla.
–Se te está enfriando la comida –le grita la emperatriz–. Ven a tomar el desayuno, Napoleón, tus amigos no se irán. Cada día la misma historia...
Sara explicó la situación a los mariscales mientras recogía cosas en el salón.
–Siempre le estoy diciendo: Napoleón; ¿quieres comer o no? Sólo tienes que decírmelo. Pero en cuanto la comida está preparada, siempre encuentra alguna cosa que hacer, y tengo que estar esperándole durante horas. No puedo calentar sin parar los platos, pues la criada se despidió anteayer, y estoy sola con el niño. Napoleón, ven a tomarte el desayuno.
–Un momento –murmura el Aguila, y traza en el mapa las líneas del despliegue de tropas–. Sólo un segundo...
El retumbar de los cañones aumenta más allá de las colinas. El mariscal Ney consulta su reloj, ligeramente preocupado: la artillería del duque de Wellington está poniéndose en el campo de tiro.

–Ya no me aguanto de pie –observó Sara–. Dejas caer las prendas desparramadas por todas partes, y no hago otra cosa que recogerlas y colgarlas en el armario. Y sácate la mano de la chaqueta; ya te he dicho que la ropa se arruga y no puedo conseguir que adopte su antigua forma. Mi marido tienen algunas costumbres que te vuelven loca. Vamos, tómate el desayuno, Napoleón...
–Ya voy –responde el emperador y, con el rostro tenso, se vuelve hacia sus oficiales de Estado Mayor–. Blücher y Wellington tratan de reunir sus fuerzas, sin importarles las pérdidas –explica, analizando la situación estratégica–. Nuestra misión será alzar una barrera entre ellos.
–La comida se está quedando helada...
–¡Atacaremos dentro de una hora!
Desde afuera se oye cómo se aproximan los fuertes pasos del ayudante. El general Cambron sube los escalones de mármol de tres en tres.
–Oh, no, usted no –dice Sara, deteniéndole en la puerta–. Quítese las botas, por favor... No puedo permitir que toda la casa se me llena de arena...
El general Cambron se saca las botas y se queda con los pies en calcetines, como todos los mariscales que se encuentran en el vestíbulo.
–Si tuviera una criada, no me importaría –observa Sara–, pero se fue anteayer. Ya le dicho a Napoleón que no me gustaba la cara de la chica, pero para él cualquier cosa es más importante que este hogar. Ahora estoy aquí sin criada para el fin de semana, y a causa de su tonta batalla no tendré tiempo de encontrar otra. Si se entera de alguna chica decente, que sepa cocinar y que sea voluntariosa para cuidarse del niño, dígamelo, por favor, pero que no sea corsa, si es posible; ésas hablan demasiado...
–Claro que sí, Su Alteza Imperial... El general Cambron saluda y tiende al emperador un mensaje urgente.
Napoleón lo mira y luego se queda pálido.
–Caballeros –murmura–, Fouché, al que nombré ministro de la Policía, se ha pasado al enemigo. ¿Qué debemos hacer?
–Ven y come –propone Sara–. Todo se está enfriando en la mesa.
La emperatriz se dirige a la estancia contigua para poner de nuevo el desayuno al fuego.
Napoleón imparte sus instrucciones finales.
–El destino del mundo se decide aquí...
Y señala con brío el mapa.
–Si el ataque principal procede del Sudeste, nos reagruparemos en los flancos...
–¡Napoleón!
El grito procede de la otra habitación.
–¿Quieres los huevos pasados por agua o revueltos?
–Como quieras...
–¿Revueltos?
–Sí.
–Entonces dilo...
El Aguila se pone sus botas altas y su sombrero de pico. Su faz expresa una voluntad de hierro de vencer la Batalla de las Naciones.
–¡Caballeros, por Francia!
–¡Por Francia! –gritan a voz en cuello los mariscales, desenvainando las espadas–. ¡Por el emperador!
–¡Napoleón!
Sara asoma la cabeza a través de la puerta.
–El niño te llama.
–Su Alteza Imperial –susurra el mariscal Murat–, el enemigo está ya a las puertas... –Soy yo la que tiene que estar todo el día al lado de ese gritón de niño, no usted, señor –replica Sara–. Napoleón se limita a darle un beso al niño antes de marcharse de casa...
–¿Dónde está el Aguilucho?
–Está haciendo pipí.
El emperador se marcha a la carrera a la otra habitación.
–No tengo criada –explicó Sara–. ¿Cómo puedo ocuparme yo sola de tres pisos? Ya les he pedido miles de veces que no dejen caer la ceniza en la alfombra, sólo tengo dos manos…
Napoleón se dirige a grandes pasos hacia la salida.
–¿Qué tengo que decir si alguien te busca? –le pregunta Sara.
–Diles que estoy en la Batalla de Waterloo.
–¿Cuándo volverás?
–No lo sé.
–Tengo que decirles algo, ¿no te parece? Confío que estés de regreso a la hora de la comida.
–Si puedo...
–¿Qué te gustaría comer?
–Cualquier cosa.
–¿Ganso relleno?
–Sí.
–Pues dilo...
El emperador se va.
–¡No te has terminado el desayuno! –le grita Sara por la ventana–. ¡Consígueme una criada! ¡No vuelvas tarde!
La noble figura del emperador se hace cada vez más pequeña, mientras avanza a través del estrecho barranco que conduce a los campos de Waterloo.
Sara se inclina y comienza a limpiar la arena que los militares han dejado. Lo hace todo por sí misma, sin la ayuda de una criada. El olor a pólvora entra a través de las abiertas ventanas y los destellos de los cañones se ven por todas partes.
Fue entonces cuando los ejércitos de Blücher y Wellington, al fin, consiguieron cerrar las pinzar.
Los dos vencedores, según los libros de Historia, habían acudido al campo de batalla dejando a sus fieles esposas muy lejos, en la retaguardia.


Tomado de Las suaves trompetas de Jericó,
editorial Candelabros, Buenos Aires 1976)